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5 de abril de 2013

Condenada a dejar partir a sus amados: Calipso


Calipso (“la que oculta”) es una ninfa hija del titán Atlante y de Pléyone. Vivía en la isla de Ogigia que los autores sitúan en el Mediterráneo occidental, concretamente se refiere a la península de Ceuta, frente a Gibraltar. Allí pasaba el tiempo hilando y tejiendo con sus criadas, también ninfas de los bosques.

En la Titanomaquia (batallas libradas durante diez años entre las dos razas de deidades), cuando los titanes perdieron la guerra, los Olímpicos la castigaron por ser hija de Atlante, desterrándola a la isla y enviándole cada milenio un héroe del que se enamorara para a continuación obligarla a dejarlo partir.

La Odisea cuenta que Calipso acogió a Ulises náufrago, cuenta cómo lo amó y cómo lo retuvo junto a ella durante diez años ofreciéndole, en vano, la inmortalidad. Sin embargo, en el fondo de su corazón, Ulises anhelaba volver a Ítaca para reencontrarse con su amada esposa, Penélope, y no se dejó seducir.

Atenea, viendo esta situación, intercedió por Ulises y ante sus ruegos Zeus envió a su mensajero Hermes con orden de libertarlo, orden que a su pesar Calipso tuvo que cumplir. Le dio madera para construirse una armadía, provisiones para su viaje e instrucciones para seguir a los astros que debían guiarle en la navegación.

Algunas leyendas cuentan que Calipso murió de pena…

Para que podáis poneros en su piel reproducimos, a continuación, un bello poema de Jordi Rivera cuyas evocadoras imágenes nos transportan hasta el puro sentimiento vivido por Calipso al verse obligada a dejar partir a su amado:


CALIPSO

La aurora se levanta de su oscuro lecho de bruma sedosa
y nos observa con su rosácea mirada
a ti, apuesto mortal, y a mi, bella diosa
en esta última mañana por mi no deseada.
Te vas, oh Ulises, mi amor,
dejando en mi corazón de diosa
un desconocido dolor.
¿No te era suficiente una deidad bella y poderosa?
A lomos de un desbocado mar, indefenso,
llegaste un día a mi isla, mi hogar de verde inmenso
y contigo compartí mi morada imperial,
copiosas mesas de ambrosía y néctar, mi propia cama divinal. . .
porque nunca había sentido lo que por ti siento, oh, mortal!
Con mi voz celestial te he cantado,
con manos amorosas te he lavado
y te he ataviado con perfumados vestidos
por mis divinos dedos tejidos.
Te he ofrecido la inmortalidad
¿no es todo eso alimento de la eterna felicidad?
Dime que más tengo que hacer
para en el fuego del amor verte arder.
¿Qué es esta sensación de absoluta impotencia
que me invade a mi, que soy divina por ser diosa
y que parece condicionar mi inteligencia?
Y tu ahí, llorando como un niño por tu esposa
que no puede igualar mi belleza y poder divinal.
Pero tus llantos han roto mi alma inmortal
y hoy te dejo ir a través del mar inundado de olas.
En una balsa con vela de color de flor marchita
se va mi amor huidizo
y yo me quedo en mi paradisíaca morada sin hechizo
sabiendo que tengo todas las horas solas
de mi existencia amargamente infinita
para pasear infatigable la melancolía que siento
y mi amor, eternamente desierto.


Por Jordi Rivera




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