Me gusta pensar en la sensación - la sacudida- que provoca el aire congelado cuando entra en contacto con mi cara. Aquella mezcla de complicidad cuando el deseo se deja frágilmente capturar por el frío, el frío nervioso del sentir por sentir.
Me entrego a la fría noche, cruzo media ciudad en una moto que me indica consciente el camino por el cual me dejo llevar. Hay luces por todas las calles, con sus decorados, nuevos diseños, recientes ideas, como aquel árbol que deja caer cada dos segundos una luz que resbala, como un gusano que se agarra a la rama pero no se puede mantener, como el fin de una cuerda que se desliza, como los líquidos que fluyen, sobre todo hacia abajo, solo sobre todo. Sé muy bien, que otros van hacia arriba, y llenan toda cavidad imaginable e inimaginable.
Las luces de colores, sin duda, me avisan a gritos que pronto acabará un año. Otra vez.
La diversidad y el caos envuelven la ciudad atravesada a ritmo precipitado. Como una bala la traspaso y en el momento que mi retina se detiene a dibujar un nuevo motivo se me arranca temiblemente. Dos pequeñas ruedas patinan rascando el alquitrán hacia un nuevo mundo sorprendente que a cada instante muere. La espalda que acaricia mi diafragma me lo recuerda, como cualquier retrato que comienzo inacabado, mientras el ruido de la mina recién afilada se pelea con un papel que siempre acaba siendo demasiado fino, delgado, delicado, nunca hay demasiadas capas para dejar algo completo. Los fragmentos humanos se precipitan hacia ese bullicio, hacia la soledad, pues por fin he alcanzado un lóbulo ocular inquieto por mi mirada que jamás sabrá quién soy. ¿Para qué tendría que saberlo? Si en cualquier caso todo pasa.
Siento mi respiración bajo un casco que entela una visera entreabierta y presiono con fuerza la chaqueta del ser humano que conduce, aprieto mis piernas y estudio la medida de su pelvis muy detenidamente, su inclinación, su anchura, su dureza, y valoro el contenido de ese espacio que separa mis rodillas como un verdadero milagro. ¿De qué otro modo podría verlo?
Me adentro en diferentes barrios y descubro sus sutiles fronteras, enormes telarañas que se agarran entre fabulosos edificios modernistas y diminutos rascacielos que, por si acaso, rompo con mi velocidad, haciendo agujeros para dejar lugar a la tolerancia, al mestizaje, al respeto pues al fin todos nos necesitamos para hacer grandes cosas.
Me introduzco finalmente en una calle estrecha y raquítica que desconozco, donde la moto para definitivamente. Aquí no hay ni semáforos ni coches, aquí hay un silencio absoluto que aplasta el suelo y ninguna razón de tráfico o social para detenerse, para detenernos. Aquí solo hay la hermosa tentativa de dos cuerpos helados que comparten vocablos llenos de mensaje, con toda su trama y enlace, con toda su textura y peso… el peso de las palabras nunca dichas… Aquí también existe un elevado número de partículas que se atraen para formar el calor que se obtiene cuando dos cuerpos se rozan entre sí, con fuerza, aquí incluso hay la belleza de unos rizos en unos labios húmedos que quisiera ver como se abren para pronunciar solamente mi nombre, mientras maravillosamente tiemblan.
Y mi nombre se emite en la noche oscura, y eso es suficiente.
Texto y fotografía de Marta Pruna (Cervià de les Garrigues, Lérida)
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