Mira a su alrededor. Debajo de la cama asoma la caja de plástico en la que había guardado las cosas que no quería tener a la vista, tonterías de cuando era niña. No le resulta fácil deshacerse de ellas pero, como los recuerdos que nos hacen daño, si están escondidas se olvida de que existen. Se sienta en el suelo y con las piernas estiradas se apoya contra la pared. Su atención, intermitente, se dirige hacia la caja. ¿Para qué abrirla?, se pregunta, pero hoy el tedio vence. La arrastra hacia sí y retira la tapa.
Con una mueca parecida a una sonrisa extrae de su interior las zapatillas de punta que utilizaba en sus clases de ballet. Se las acerca a la cara para sentir la caricia del raso melocotón y después las coloca sobre la cama. Saca los vídeos de Caótica Ana y Báilame el agua, las entradas a sus primeros conciertos, los cómics de Mihona Fujii que solía comprar los sábados por la tarde con ella, y el sobre en el que guardó algunas de sus fotografías. Una mezcla de melancolía y rabia le encoge el estómago y sin abrirlo lo tira al suelo. Nunca le perdonará a su madre que desapareciera. Intenta cerrar la caja pero un destello color púrpura se lo impide. Mira fijamente al que había sido su fiel confidente. Ya no lo necesitas, se dice así misma con ese tipo de orgullo con el que nos dirigimos a los pequeños cuando creemos habernos hecho mayores. Pero el terco tedio vence de nuevo.
Marta abre el diario en el que escribió sus ilusiones, fantasías, anhelos, frustraciones, amarguras; algunas de las vivencias e invenciones que la convirtieron en la adolescente que es hoy. Mientras lee se afloja, se ablanda, se abandona y sin apenas darse cuenta ya ha caído la tarde.
(Relato publicado en Revista Vórtice, Nicaragua)