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18 de diciembre de 2017

UN FINAL PARA BENJAMIN WALTER de Álex Chico



“Nadie puede escribir hasta que no ha perdido un lugar” afirma Álex Chico en su último libro Un final para Benjamín Walter, obviamente, otorgándole al último término de la frase el sentido más amplio.

Tal vez sea esa particular circunstancia haber perdido un lugar la que también dota al autor de la capacidad necesaria para actuar durante sus viajes, que a posteriori positiva en imágenes narradas, como un auténtico flâneur, galicismo con el que él mismo se define en alguna de sus páginas y como una corrobora que es por medio de la lectura de sus escritos. Una actitud que todo lector de este libro debería adoptar para poder apreciar la inmensa acumulación de detalles, matices, contrastes y huellas que aparecen en la geografía de esta obra que, a simple vista, parecería perderse entre el ensayo, el diario, la crónica de viajes, la novela… , pero que lo cierto es que huye de todas esas etiquetas convencionales sobre géneros literarios porque sabe muy bien hacia donde navega.

Se diría que el libro, atendiendo a esas mismas etiquetas, se sitúa en tierra de nadie, en una región inhabitada, en esa delgada línea a la que tan a menudo alude el propio autor para definir un espacio en el que la presencia de lo ausente se hace tan latente. El mismo “lugar” que ya nos mostró en Un hombre espera, libro que alberga no pocos paralelismos con este. Pero, quizá me equivoque cuántas veces en un escrito ajeno vemos aquello que nuestro universo interior nos quiere mostrar ¿verdad? y que se aleja tanto de lo que otros perciben—. Porque lo cierto es que, tras una lectura atenta, también una se cuestiona si lo que en realidad pretende, y consigue, Álex Chico es novelar a través de aparentes recursos formales utilizados en otros géneros. En cuyo caso sería una de tantas licencias que el autor se podría permitir, como buen poeta que es. 

El “motivo” de viajar a Portbou fue “identificar la culpa y señalar al culpable” nos dice en sus primeras páginas. Aunque parezca paradójico, poco importa si finalmente consigue justiciar al o a los presuntos asesinos del personaje que lo llevó hasta allí, lo significativo será el viaje, como Cavafis, en otro contexto, también nos sugiere. Lo mismo sucede con la lectura de este libro. Avanzamos entre sus páginas con la ambición de que nos esclarezca episodios ocultos de nuestra reciente historia y, como el narrador, nos abandonamos ante una suerte de sensaciones no vividas, pero experimentadas, que poco a poco nos alejan del motivo inicial que nos llevó a su encuentro. Con él, nos adentramos y perdemos en otros bosques.

No, no pretendo, con lo que he escrito anteriormente, ni tampoco lo hace el autor en su libro, restarle importancia o justificar la desmemoria sobre los hechos acaecidos en los últimos días de septiembre de 1940 en Portbou. Ni concuerdo con lo que muchos, como Stéphan Mosès (profesor de literatura alemana y comparada de la Universidad Hebrea de Jerusalén), reiteran acerca de la carencia de pruebas sobre su presunto suicidio: “¡Qué más da! Hay muchas cosas que no se pueden probar ¿Y qué?” (testimonio que aparece en el magnífico documental de David Mauas Quién mató a Walter Benjamín). Pero ante tanta, aparentemente intencionada, carencia de pruebas que aporten un poco de luz a los sucesos, lo que prima tal vez sea alumbrar el legado que nos dejó el filósofo. Y eso es lo que precisamente Álex Chico consigue. Novelar, a través de sus propias experiencias, las teorías filosóficas de Walter Benjamín. El protagonista/narrador/autor de este libro se muestra como el “sujeto” de la historia en Walter Benjamin. Es en él en quien brota esa “semilla” que lo invita a cuestionar el pasado para comprender un poco mejor el presente. Y lo hace atendiendo a sus premisas: “La aparición de un sujeto de la historia tiene lugar solo si el candidato para llevar a cabo la tarea es investido por un conocimiento que le viene del pasado” o “Quien solo haga el inventario de sus hallazgos sin poder señalar en qué lugar del suelo actual conserva sus recuerdos perderá lo mejor. Por eso los auténticos recuerdos no deberán exponerse en forma de relato, sino señalando con exactitud el lugar en que el investigador logró atraparlos”, entre otras que quedan expuestas, no necesariamente de forma literal, entre sus páginas que no escapan a nuestra atención. 

Relato y vida se funden en un mismo lugar para mostrar desde otra dimensión lo acaecido. Chapeau!



30 de noviembre de 2017

Desentrañar




Hay una magnífica investigación, “La idea de la ciudad”, del arquitecto e historiador polaco Josep Ryckwert en la que, a través de Tito Livio y otros antiguos autores grecolatinos, se reconstruye el complejo rito que presidía la inauguración de una ciudad, acontecimiento en el que el acto de desentrañar, en sus tres acepciones, era parte fundamental.

El rito presentaba varias fases. La primera era la contemplación del cielo, atendiendo a las coordenadas o meridianos celestes según la posición del sol, con el fin de demarcar el lugar en el que se establecería la ciudad. Una vez fijado el lugar en el cielo se proyectaba en el suelo. Digamos que la ciudad celeste se dibujaba en la ciudad terrestre. A continuación, para establecer los auspicios de los dioses respecto a la ciudad, el arúspice (sacerdote) “desentrañaba” a una ave encontrada en la zona. Contemplaba el hígado del animal para “desentrañar” el sentido de los signos estampados en las estrías del órgano y así poder fijar los límites de la ciudad. Atendiendo a dichas estrías, se trazaban los surcos sobre los que se levantaban los muros, reservando espacios para las puertas de la futura ciudad. A dicho trazado se le confería carácter sagrado. Por último se excavaba un pozo que, a modo de cripta, guardaba las reliquias asociadas a la fundación, de las cuales se habían “desentrañado” sus fundadores.

Desentrañar

1. tr. Sacar, arrancar las entrañas.

2. tr. Averiguar, penetrar lo más dificultoso y recóndito de una materia.

3. prnl. Dicho de una persona: Desapropiarse de cuanto tiene, dándoselo a otra en prueba de amor y cariño.

Como decía Neruda “son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras…”.


31 de julio de 2017

Cuando cuento estás solo tú...


No son pocas las ocasiones en las que lo que nos ha llevado a viajar es el deseo de visitar los lugares que previamente hemos leído en un libro, visto en un cuadro o una película. Otras, sin embargo, no viajas para encontrarte con algo, sino que huyes de un tiempo/espacio que te resulta inclemente. Poco importa, entonces, el destino.

Tal vez sea en esas oportunidades, cuando sucede inesperadamente, que un encuentro fortuito realce su belleza a cotas insospechadas.

Cuando me crucé con ella, no conocía la obra “Cuando cuento estás solo tú… pero cuando miro hay solo una sombra” de la artista iraní Farideh Lashai. Título sustraído de un fragmento del poema “La tierra baldía” de T.S. Eliot, que subraya el sentido de la pieza.

Todo un sistema estético en el que música, literatura y pintura se funden. Inspirándose en los Desastres de la guerra de Goya, Lashai conversa con él a través de la imagen y, como él, intenta dar testimonio del horror provocado por el ser humano. Ambos artistas fueron testigos de guerras, opresiones y del sufrimiento de víctimas inocentes.

Lashai, preservando el valor de las imágenes de Goya, separa los fondos de las figuras y mediante la luz proyectada provoca la aparición de las escenas animadas, de forma que nos invita a fijarnos en los fondos vacíos y en lo que en ellos sucede. Yuxtapone el horror y la cadencia de la luz y la música, suave, lo que produce un efecto contradictorio con respecto al ambiente emocional de las escenas. Realmente consigue que se nos erice la piel.

Esta obra, perteneciente a The Bristish Museum de Londres, actualmente se exhibe en el Museo del Prado, como obra invitada, hasta el 10 de septiembre.

9 de mayo de 2017

Polvo en el aire


Mezclado, no agitado. Así es como el poeta sevillano Marcos Matacana Martín nos sirve su “Polvo en el aire”, publicado recientemente por Palimpsesto Editorial y que compila —al parecer— la mayor parte de su creación poética. Un cóctel literario que hay que paladear sorbo a sorbo para poder dilucidar todos sus ingredientes, que no son pocos.

El libro, estructurado en tres apartados, presenta como umbral “Autorretrato”, un poema/carta de intenciones con el que nos invita a adentrarnos en una seudoautobiografía: yo también fui fuerte / y confié en que el tiempo / correría a mi favor / y creí que vivir / valdría la pena / y llegué a pensar / que era un buen tipo / incapaz de hacerle daño a nadie / y mira ahora / en qué me he convertido. Asistimos pues, a través de su lectura, al verseado retrato de una vida en cuya descripción lo propio y lo ajeno se combina con igual intensidad. Con ello, no me refiero a las citas que preceden a cada una de las composiciones que conforman el poemario (que van desde los clásicos grecolatinos hasta los autores más contemporáneos, sin obviar algunos letristas de pop-rock) sino a las abundantes referencias literarias que aparecen entre sus páginas. Guiños de obras de Manrique, Garcilaso, Lope, Góngora, Espronceda, Bécquer, los hermanos Machado, Darío, Rulfo, entre un sinfín de autores universales, que la voz poética descompone para recolocarlos según le conviene a su discurso.

Rememora, el autor, en la primera parte del libro “A humo de pajas” su primavera/verano vital, cuando aún existían días azules porque el tiempo estaba cargado de futuro y el concepto fugacidad carecía de significación, como queda bien reflejado en su poema “Ríos” compuesto en perfectos endecasílabos y del que transcribo dos de sus seis estrofas:

.../…

cómo podría ser fugaz la vida
si el tiempo parecía detenerse
sentado junto a ti y en el pupitre
al contemplar tu pelo que caía
sereno adolescente virginal
cubriendo de oro el libro con un velo

cómo iba a marchitarse tu belleza
que en caluroso junio ardía
como una enorme hoguera de San Juan
o zarza que la llama no consume
desnuda transparente hecha de carne
mientras me acomodaba una erección

…/…

Una estación en la que bastaba con saciar la sed que el abrasador sol de agosto, de forma obligada, trae consigo. Los residuos que quedan de ella se almacenan en “Teoría del Compost”, la segunda y más extensa parte del libro, tal vez con la esperanza de obtener un potente sustrato con el que abonar una ya desgarrada existencia. Aunque se sigue manteniendo el mismo hilo argumental y tono, los temas metafísicos y poéticos toman relevancia. La ebriedad ya no la provoca solo el exceso de sexo, drogas y rock & roll, sino también el de las letras, cuya dependencia —legada en una bonita “herencia”— debe a su abuelo. Por último, en “Habitaciones de paso”, asistimos a una recopilación de instantes vividos/sentidos que dejan intuir un posible derrumbe: renunciar al sexo por amor / al amor por sexo / qué más da / si se ha perdido ya toda esperanza /…

Hablaba al principio de la intertextualidad presente en el libro, pero no es lo único que llama la atención. La mezcla de elementos se extiende a casi todos los ámbitos: en el lenguaje, con el que se establece una curiosa simbiosis entre lo considerado culto y rudo; en la perfectamente desordenada sintaxis que preside muchas de las composiciones (tal vez como símil de su vida amorosa); en la carencia de puntuación y mayúsculas (excepto en los nombres propios) que contrasta con la musicalidad y el ritmo que poseen los poemas; en la minuciosa selección de mitos clásicos para narrar experiencias de forma visceral; en la dicotomía de los temas que se abordan; hasta en la voz del sujeto lírico se observa el mismo juego dual. Una voz desgarrada y jocosa que denuesta la poesía para exaltarla, que reconoce la misma admiración que aversión hacia el género femenino, que reniega de lo antiguo a través de clásicos tópicos literarios y acude, como hemos apuntado, reticentemente al mito, en todas sus acepciones, para cantar lo que de forma universal, y en todos los tiempos, ha movido a la humanidad: las pasiones.

Para romper la norma hay que conocerla y el autor deja buena cuenta de ello. Una poética arriesgada que puede reunir tantos adeptos como detractores. La historia literaria nos cuenta que toda innovación arrastra dichas consecuencias.

Marcos Matacana Martín se declara gurú del Movimiento Post-itista, devoto de Bolaño, con influencias de los novísimos, la poesía de Bukowski y la de algunos miembros de la llamada Beat Generation. Es licenciado en Ciencias de la Información y actualmente ejerce de docente.






30 de abril de 2017

Otra Ítaca



En este enlace podéis leer mi colaboración (página 9) en el nº 35 de "Excodra. Revista de literatura y otras artes". Relato "Otra Ítaca".




9 de marzo de 2017

La puerta entornada



Hace un par de meses, tal vez alguno más, adquirí un ejemplar del libro de poemas La puerta entornada del poeta granadino Jesús Montiel. Pero, conociendo de antemano la génesis del libro, no encontraba el momento idóneo para sumergirme en su lectura. Sabía que sus versos me iban a conmover. Creo no equivocarme al afirmar que para cualquier padre o madre no hay mayor desgarro que la muerte de un hijo. O tal vez sí haya algo más trágico. Vivir bajo su amenaza. Los poemas que conforman este libro, efectivamente, se gestan durante la grave enfermedad padecida por el hijo del autor, entonces un niño de muy corta edad.

Se estructura en tres grandes bloques “Tiniebla”, “La puerta entornada” y “Ranura”, un Prefacio y una Coda. No resulta difícil intuir, por los títulos de cada apartado, que su contenido responde a las distintas fases emocionales experimentadas por el poeta/padre, que transmutan a medida que la enfermedad de su hijo evoluciona favorablemente.

Así, en “Tiniebla”, nos imbuimos del sentir amargo de a quien repentinamente se le quiebra la vida. De la incapacidad de gozar de cuanto nos rodea si la muerte nos acecha. La conmoción queda retratada fielmente en varios poemas, sin embargo llama mi atención “Tres formas de sobresalto”, un conjunto de tres haikus. Remito sucintamente al comentario de Higginson y Harter sobre la intención inherente a este tipo de composición «Cuando escribimos un haiku estamos diciendo: me resulta difícil contarte cómo me siento. Si comparto contigo el suceso de lo sentido tal vez tú seas capaz de sentir también algo parecido.». Chantal Maillard en su conferencia “El poema como gesto” también afirma «Una gota de agua sobre una hoja es infinita. Esa gota de agua en esta hoja, ahora, en este instante. Esa es la experiencia del haiku.». Creo que no es arbitrario que el poeta haya recurrido a esta forma poética en esta composición. Jesús Montiel capta el instante de la conmoción a través de tres experiencias distintas. Tres instantes/experiencias que reflejan una única emoción. Tres breves composiciones de tres versos, cada una. Tres. Número de significativa simbología. El hombre/poeta de “Tiniebla” también recorre el tiempo con amargura. Viaja del presente al pasado, rememorando los luminosos días que quedaron atrás,  y del presente a un futuro incierto, imaginando los que por legítimo derecho deberían acontecer. Borrados, sin embargo, del horizonte por la amenaza de la mujer de la guadaña, como en"Álbum" o "Feria ambulante".  La voz lírica busca espejos en vidas ajenas donde poder ver reflejado su mismo dolor. Lo hace con el personaje bíblico Job, en el poema en prosa que lleva su nombre por título, o con el escritor Francisco Umbral, en “Equivalencias”, quien como es sabido perdió a su hijo de 6 años a causa de una leucemia.  No son estos, sin embargo, los únicos ejemplos.

En la segunda parte del libro el lugar común es la incertidumbre: “Seguro que la puerta mudará su postura. / Se trata de esperar sencillamente / qué rumbo adoptarán las dormidas bisagras.”. Pero la puerta se abre en el tercer apartado. Se amplía la "Ranura" por la que entra la luz. Un conjunto de poemas optimistas, en los que despunta la esperanza. El sujeto recobra el aliento y exhala un halito de felicidad. Como en la canción interpretada por Frank Sinatra, de la que toma el título, en el poema “My way” la voz lírica se recrea en su pasado, visualiza cómo se había imaginado que sería su vida años atrás y se aferra al convencimiento de que se siente satisfecho de lo que es. En este apartado encontramos de nuevo referencias a pasajes o personajes bíblicos en los poemas “Maná”, “Lázaro” e “Isaac”, episodios todos con final feliz. El libro se concluye con el precioso “Muñeco de nieve” como Coda, símil del futuro que esculpirá junto a su hijo y cuyos primeros versos rezan así:

La nieve que cayó esta madrugada
mudando el horizonte
parece sobre el mapa una promesa
o sal que cicatriza las heridas
del que mira su mágica nostalgia.

La mayor parte de las composiciones gozan de libertad métrica y estrófica (salvo la mencionada "Tres formas de sobresalto" y “Soneto del que aguarda”), si bien predominan los versos endecasílabos. Símiles, metáforas y brillantes imágenes salpican sus páginas. Abundan las referencias temporales, especialmente en la primera parte del libro: “horas”, “estaciones”, “relojes”, “primavera”, “invierno”, sin embargo la mayoría de veces se utilizan para referirse a un tiempo detenido o incierto. También es recurrente la terminología relacionada con la luz, una luz que se desdobla en significados. La luz del sur, su tierra, que iluminaba su paisaje habitual y la luz de la esperanza o la divina.

Como veis, se trata de un recorrido que nos lleva desde la desolación hasta el reencuentro con la fe. Una lírica creada con tanto intimismo como maestría.

“La puerta entornada” quedó finalista en el Premio Nacional de Poesía Adonáis 2013. En el 2015 lo publica la editorial Libros canto y cuento. Jesús Montiel ha sido galardonado con el Premio Nacional de Poesía de la Universidad Complutense (2011) por “Placer adámico”, con el Premio de Poesía Leopoldo de Luis (2012) por “Díptico otoñal”, con el Premio Internacional Alegría (2013) por “Insectario” y recientemente con el Premio Hiperión (2016) por “Memoria de pájaro".



20 de enero de 2017

La vida enorme






No puedo evitar que mi mente evoque a Gustavo Adolfo Bécquer cuando Xavier Rodríguez Ruera, autor del recién publicado poemario La vida enorme, habla sobre su proceso creativo, el cual afirma venirle dado de algún misterioso —o no— lugar. Asegura escribir sus poemas de forma automática y no volver a ellos una vez cobran vida en el papel, pues entiende que ya habían sido creados en un momento previo.

Con otras palabras, viene a decir que se insemina de impresiones, las gesta durante un tiempo en sus entrañas y un día las pare. Al respecto, el romántico autor, que liberó a nuestra poesía de encorsetamientos métricos, en sus Cartas literarias a una mujer también afirmaba «…cuando siento no escribo. Guardo, sí, en mi cerebro, escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar […] duermen en mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca…» y añadía «escribo como el que copia de una página ya escrita…».

La Vida Enorme tal vez lo que nos muestre sea eso: dibujos —reproducciones— de un paisaje emocional sentido en un momento distinto al del acto de escritura.

A priori la estructura que conforma el libro (al menos sus cuatro primeras partes: Infancia, Insolación, Desolación y Templanza) parecería indicarnos que corresponde a etapas vitales o a estadios de madurez creativa, pero a mi entender todo el poemario es una única pieza cuyo sujeto lírico nos muestra impresiones recordadas, imaginadas, absorbidas de lecturas o incluso inspiradas en las vidas de los diversos autores que navegan entre sus páginas. Como si dispusiera de una cámara fotográfica sensorial la voz poética captura imágenes que después positiva en palabras. Algunas —me refiero a las palabras— parecen proceder de una voz lejana, ajena incluso; otras sin embargo deambulan junto a él por su ciudad; todas, a paso cadente.

Es cierto que a este poemario lo pueblan muchas aves, como se afirma en el epílogo, pero bajo mi criterio el hilo que hilvana estos poemas es azul. Como las notas musicales que tocaban en las comunidades afroamericanas, los versos tienen la tonalidad de la melancolía y la tristeza, entroncada con los tópicos literarios tempus fugit y ubi sunt. Los matices celestes son recurrentes, como las “manitas / azules tapándose la cara" que aparecen en la composición “Poema, niño, árbol” con la que se abre el repertorio, o como los ¿introspectivos? “rincones azules” presentes en más de una ocasión. También “agosto” es azul, el “mar azul de la Costa Brava”, una “azul tarde infinita”, el “horizonte azul”, el “fuego azul del viento” y “la mancha azul de una taza”, solo por citar algunos ejemplos.

La imagen del mar y los barcos que lo surcan también es reincidente, barcos como trenes que dejas pasar. O la de ese amor que hubo una vez, antes de que todo fueran cuerpos, recordado en los poemas “El poeta Heine esboza su autorretrato en el exilio” y en “Hamburgo, hacia 1830”. Pero no son estos los únicos símbolos que aparecen repetidos entre sus páginas y que invitan a indagar en su significación.

Tan enorme es la vida como para ser contada a través de una pluma, la del pájaro o la del poeta que escribe.

Hay poemas
que nacen muertos, en momentos
de fatiga o de rabia, con manitas
azules tapándose la cara.
Una piedra blanca
señala su existencia
en el lugar
más apartado de la página.
Y luego están los otros,
los que logran crecer
hasta alcanzar la estatura de un árbol,
los poemas serenos de profundas
raíces y frondosa melena,
que soportan
el rayo, cantan la tormenta,
y en cuyas ramas construyen
su habitación
los pájaros.