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20 de enero de 2017

La vida enorme






No puedo evitar que mi mente evoque a Gustavo Adolfo Bécquer cuando Xavier Rodríguez Ruera, autor del recién publicado poemario La vida enorme, habla sobre su proceso creativo, el cual afirma venirle dado de algún misterioso —o no— lugar. Asegura escribir sus poemas de forma automática y no volver a ellos una vez cobran vida en el papel, pues entiende que ya habían sido creados en un momento previo.

Con otras palabras, viene a decir que se insemina de impresiones, las gesta durante un tiempo en sus entrañas y un día las pare. Al respecto, el romántico autor, que liberó a nuestra poesía de encorsetamientos métricos, en sus Cartas literarias a una mujer también afirmaba «…cuando siento no escribo. Guardo, sí, en mi cerebro, escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar […] duermen en mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca…» y añadía «escribo como el que copia de una página ya escrita…».

La Vida Enorme tal vez lo que nos muestre sea eso: dibujos —reproducciones— de un paisaje emocional sentido en un momento distinto al del acto de escritura.

A priori la estructura que conforma el libro (al menos sus cuatro primeras partes: Infancia, Insolación, Desolación y Templanza) parecería indicarnos que corresponde a etapas vitales o a estadios de madurez creativa, pero a mi entender todo el poemario es una única pieza cuyo sujeto lírico nos muestra impresiones recordadas, imaginadas, absorbidas de lecturas o incluso inspiradas en las vidas de los diversos autores que navegan entre sus páginas. Como si dispusiera de una cámara fotográfica sensorial la voz poética captura imágenes que después positiva en palabras. Algunas —me refiero a las palabras— parecen proceder de una voz lejana, ajena incluso; otras sin embargo deambulan junto a él por su ciudad; todas, a paso cadente.

Es cierto que a este poemario lo pueblan muchas aves, como se afirma en el epílogo, pero bajo mi criterio el hilo que hilvana estos poemas es azul. Como las notas musicales que tocaban en las comunidades afroamericanas, los versos tienen la tonalidad de la melancolía y la tristeza, entroncada con los tópicos literarios tempus fugit y ubi sunt. Los matices celestes son recurrentes, como las “manitas / azules tapándose la cara" que aparecen en la composición “Poema, niño, árbol” con la que se abre el repertorio, o como los ¿introspectivos? “rincones azules” presentes en más de una ocasión. También “agosto” es azul, el “mar azul de la Costa Brava”, una “azul tarde infinita”, el “horizonte azul”, el “fuego azul del viento” y “la mancha azul de una taza”, solo por citar algunos ejemplos.

La imagen del mar y los barcos que lo surcan también es reincidente, barcos como trenes que dejas pasar. O la de ese amor que hubo una vez, antes de que todo fueran cuerpos, recordado en los poemas “El poeta Heine esboza su autorretrato en el exilio” y en “Hamburgo, hacia 1830”. Pero no son estos los únicos símbolos que aparecen repetidos entre sus páginas y que invitan a indagar en su significación.

Tan enorme es la vida como para ser contada a través de una pluma, la del pájaro o la del poeta que escribe.

Hay poemas
que nacen muertos, en momentos
de fatiga o de rabia, con manitas
azules tapándose la cara.
Una piedra blanca
señala su existencia
en el lugar
más apartado de la página.
Y luego están los otros,
los que logran crecer
hasta alcanzar la estatura de un árbol,
los poemas serenos de profundas
raíces y frondosa melena,
que soportan
el rayo, cantan la tormenta,
y en cuyas ramas construyen
su habitación
los pájaros.