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29 de noviembre de 2018

Arte, naturaleza y espiritualidad



Una de las diferencias más significativas entre el arte occidental y el oriental se halla en los métodos formativos, asegura la artista María Eugenia Manrique (galardonada con el gran premio de Sumie en la Exposición Internacional de Caligrafía y Pintura China del Museo de Ansham y con el Bronce Price, premio de pintura Osaka International Triennale, Japón) en la introducción de su último libro Arte, naturaleza y espiritualidad, publicado por Ediciones Kairós.

Mientras que en Occidente la enseñanza académica se centra en una gran variedad de técnicas, el arte oriental habla de las energías del espíritu, de la contemplación de su evolución a partir de un método que se estructura principalmente en la práctica del pincel. Sin embargo, esta diferenciación —asegura— desaparece cuando, concluida la denominada etapa formativa, el artista busca su desarrollo interior en solitario. La formación no es más que un preámbulo y este aspecto es universal, afirma. Tal vez por ello, o como muestra de ello, incluye en su libro citas de célebres pintores románticos occidentales, en cuya obra la representación de la naturaleza es también la manifestación de su sentir, y tal vez por ello también en su escrito le preste más atención a las confluencias entre ambos mundos —que conoce bien— que a las divergencias. Al fin y al cabo todo artista busca entrar en contacto con su “naturaleza interna”.

En una entrevista concedida a RTVE cuenta Manrique que el artista oriental va a la naturaleza a contemplar, pero nunca pinta en ese momento. Es luego, en su estudio, cuando representa los sentimientos que emergen. Su pintura no será realista, aunque aparezcan los paisajes que ha visto, sino naturalista. En esa misma línea, nos explica en el libro cómo en uno de sus viajes a China, durante el ascenso a la cima del Tai Shan, una de las cinco montañas sagradas, se encontró con los llamados “pintores del aire” que entre las brumas que alcanzan las alturas, intentaban captar la grandeza del paisaje en sus manos, siguiendo con ellas los movimientos del pincel, para luego llevar el espíritu de la naturaleza a la pintura, en la soledad y el silencio de su estudio.

Afirma que, pese a que la China actual es un país de extremos, “el trazo único del pincel continúa siendo la máxima expresión de su cultura milenaria, en cuya esencia filosófica se establece la extraordinaria relación existente entre la naturaleza, el arte y la espiritualidad”. Esa esencia filosófica es la que María Eugenia pretende mostrarnos mediante los preciosos textos y pinturas que aparecen en el libro, pues su talento no se refleja solo en el brillante manejo del pincel.

Escribe que “para la filosofía taoísta, el arte ha de establecer un vínculo fundamental entre el ser humano y la naturaleza. Vínculo a través del cual el artista se convierte en mediador, logrando transmitir en cada trazo del pincel su propio paisaje interior en consonancia con lo que recibe de la naturaleza” y añade que “la expresión artística a través del pincel, la pintura, la caligrafía y la poesía puede ser entendida como el resultado de una meditación en acción, en la que la naturaleza confluye junto al ser humano para manifestarse de manera espontánea y natural, pudiendo llevar a la persona al encuentro con su propia esencia o espíritu creativo”.

Un libro precioso para saborear y sobre el que reflexionar.


5 de noviembre de 2018

Sin mediar palabra hablan











Recupero este texto que compuse en el año 2016 para la exposición "mani-festo", una muestra artística multidisciplinar que pretendía reflexionar sobre las manos como medio para comunicar emociones y no tan solo como una parte de nuestro cuerpo. Su comisario, Riccardo Giamminola, me invitó a participar y mi aportación al proyecto fue este poema.

SIN MEDIAR PALABRA HABLAN

Cierro los ojos y toco las manos
de la abuela que no conocí,
las del niño croata o de Senegal,
las grandes, menudas, enjutas, lisiadas,
firmes, decrépitas, mullidas, cuarteadas,
marmóreas, silentes, amigas o extrañas.

Las que tiemblan de frío o sudan pavor,
las que zurcen heridas,
las manos ciegas que juzgan, castigan, lastiman
las que dan vida,
las que desde su silla la quitan,
las que reman en pateras para llegar a la tierra
que las salvará,
las que se adornan con guantes de seda, estopa,
piedras preciosas o bisutería,
las que esculpen, cosen, escriben o limpian,
las que dibujan sonrisas,
las que desesperadas se unen
con la esperanza de que las llene el amor.

Cierro los ojos y toco sus manos,
las tibias venas,
las yemas, 
las genuinas huellas dactilares.
Todas tan únicas.
Todas tan iguales.

(Fotografía de Ros Ventura)



11 de octubre de 2018

Lo que llamamos principio a menudo es final

T.S. Eliot por Alexey Kurbatov


Leo en algunos estudios críticos sobre la obra de T.S. Eliot que todos sus poemas nacen a partir de una intensa crisis personal. Afirman que a través de la escritura conseguía liberar una corriente emocional que estaba presente en el fondo de todas sus creaciones. Algo que no nos sorprende, en absoluto. ¡Que tire la primera piedra quien haya estado libre de ese “pecado” a la hora de crear! Transformarla para que adquiera el valor objetivo que esperamos en la poesía es la gran proeza que solo unos pocos consiguen, aunque para ello, como en el caso de Eliot, siempre necesiten de un criterio externo al suyo. Dicha conjetura se basa en la lectura de la correspondencia que mantuvo con Pound, cuyos comentarios consiguieron que Eliot modificara hasta la extenuación su “Tierra baldía”, construida tras una larga reclusión, por prescripción médica, en el psiquiátrico de Cliftonville.

Parece que también son fruto de otras profundas crisis cada uno de los poemas que conforman sus preciosos Cuatro cuartetos. La necesidad de construir un futuro que se presentaba incierto —tras la separación de su esposa Vivienne— lo devolvieron a otra tierra: la de su infancia y adolescencia. Desde allí los creó. No se puede construir un futuro si no es sobre las ruinas de un pasado, dicen. Tal vez por ese motivo la entraña conceptual de esta gran obra sea la intemporalidad. Lo que podría haber sido y no fue, pero sigue latente en el presente y se intuye, por tanto, también en el futuro. Su forma de situar lo que acontece en otro espacio temporal distinto al que conocemos me resulta fascinante.

También observamos cómo en “La tierra baldía”, siguiendo los preceptos de Pound, prima la libertad a nivel conceptual y estilístico, circunstancia que contribuyó a situarlo dentro de la denominada modernidad. Sin embargo, los cuartetos presentan una marcada estructura, tanto en la exposición de ideas como en la forma de hacerlo. Un orden de contenidos complementado por un orden formal. Como si de antemano supiera lo que quería decir y cómo decirlo; como si dirigiera su voluntad sin permitirse que sus inquietudes se manifestaran por sí mismas durante el proceso creativo; como si también necesitara volver a un orden mental que, por algún motivo, le resultara —por conocido— más cómodo.

La génesis, si fue la locura, la cordura o ese débil punto intermedio lo que lo llevó a esculpir esas joyas, nunca la sabremos por mucho que se especule sobre ello. En todo caso, lo relevante es que sus bellos poemas siguen alumbrando, aún hoy, muchas de nuestras tinieblas.

También la poesía necesita del pasado para construirse un futuro. Lo inteligente, creo, es no quedarse anclado, sino observar la antorcha que la ilumina y hacerla brillar con luz renovada.

Lo que llamamos comienzo a menudo es final
y llegar a un final es empezar.
El fin es de donde partimos. Y cada frase,
cada oración lograda (donde cada palabra
está cómoda y toma su lugar
apoyando a las otras, la palabra
que ni es apocada ni ostentosa, el intercambio
natural de lo antiguo y lo nuevo, la palabra
común, exacta pero no vulgar,
la palabra formal, no por precisa pedante,
el entero conjunto bailando en armonía),
cada frase, cada oración, es fin y es principio,
todo poema es epitafio [...]


Fragmento de Little Gidding ("Four Quartets") de T.S. Elliot
(Traducción de Esteban Pujals Gesalí)

[Artículo publicado en la revista Oculta Lit]



30 de septiembre de 2018

De senectute politica




La refutación de los cuatro motivos por los que la vejez puede parecer miserable es a lo que, esencialmente, Cicerón dedica su espléndida De senectude. La única obra latina, según afirman algunos estudiosos, exclusivamente consagrada a los ancianos. Cicerón lo hizo a la manera griega, mediante el diálogo y se sirvió de la autoridad del gran Catón para exponer sus argumentos.

Pedro Olalla, en su fascinante De senectute politica, también recurre a un modo griego, en este caso al género epistolar. Partiendo de unos versos de Safo, hallados en unos fragmentos de papiro reutilizados para amortajar una momia de Egipto, un Ático del siglo XXI (es decir, el propio autor) remite una misiva al gran pensador latino, con quien entabla un vívido diálogo.

Pero su epístola no es solo una extraordinaria apología a la vejez, como algunos apuntan, sino que se sirve de ella para mostrarnos la actual versión de una degenerada democracia. Aborda en su libro temas como la corrupción política, la precariedad bajo la que vive gran parte de la sociedad, la necesidad de más cooperación ciudadana, el servicio que prestan hoy los ancianos en nuestras sociedades, la inigualdad de género, la urgencia de un cambio de mentalidad y de actitud por parte de los ciudadanos, entre muchos otros temas esenciales.

Pedro Olalla escribe un sabio ensayo filosófico que absorbe nuestra atención a lo largo de sus noventa páginas, tanto por la lucidez de sus argumentos como por la belleza de su prosa, en el que intercala preciosas leyendas, como la que reproducimos a continuación:

"Por esas esquirlas, como si se tratara de una escena pintada sobre un ánfora rota, conjeturamos que la Aurora se enamoró del apuesto Titono, y que, para poder gozar eternamente de su amor y de su compañía, llegó a rogarle a Zeus que lo hiciera inmortal. El soberano olímpico accedió, y Titono fue dispensado de la muerte, pero no quedó libre del tiempo y la vejez. Así que, año tras año, envejecía al lado de su joven esposa —eternamente joven—, sintiéndose atrapado en un destino extraño y trágico, ajeno a los mortales tanto como a los dioses. Consumido y decrépito, acabó recluyéndose en su lecho, donde continuó menguando, y donde, cada noche, seguía visitándolo la compasiva Aurora, a la que no podía hacer llegar más que un quejido arrancado con esfuerzo de sus abatidas entrañas. Un dios —no sabemos quién fue— se apiadó de él y lo mudó en insecto, en adusta cigarra, que desde entonces gime con desgarro y vive de las gotas de rocío que la Aurora derrama como lágrimas. A esto se añade un autor del tiempo de Nerón —entretejiendo el mito de Titono con el de la Sibila cumana— que aquello que repite con cadencia tenaz la voz de la cigarra (¡Mori…, Mori…, Mori…!) no es otra cosa que una súplica para que su muerte no siga demorándose."

Todo un hallazgo que leí hace meses y que hoy comparto aquí.



7 de septiembre de 2018

Los clásicos



Leo en la prensa que hay convocada una concentración mañana sábado, 8 de septiembre, ante el Ministerio de Educación en Madrid, para exigir al Gobierno que regule la presencia de las lenguas clásicas en el currículo de Bachillerato y garantice su enseñanza. La movilización es debida a la supresión de estas asignaturas en muchos institutos españoles. El motivo, según el gobierno, es economizar porque estas asignaturas no son rentables.

Que las artes y las humanidades estén siempre en el punto de mira de nuestros gobiernos no es asunto baladí. Como ya exponía, allá por el año 2012, en el artículo que inauguraba este blog parece que la educación, especialmente la orientada al pensamiento crítico y desarrollo de las cualidades discursivas, va en contra de los intereses dominantes y que estos recortes no tienen como objetivo economizar sino coartar libertades.

Todo mi apoyo a las plataformas que han convocado esta concentración. ¡Larga vida a las humanidades!


Safo (la poetisa de Pompeya)


17 de abril de 2018

El día que dejé de comer animales





El poeta y filósofo estadounidense Ralph Waldo Emerson en uno de sus escritos señalaba ‹‹en muchas ocasiones la lectura de un libro ha hecho la fortuna de un hombre, decidiendo el curso de su vida››. Hacia ese mismo lugar apunta el escritor y periodista Javier Morales cuando confiesa, en El día que dejé de comer animales (Silex Ediciones), que fue la lectura del libro de Jonnathan Safran Foer lo que lo llevó a convertirse en vegetariano: «Un buen libro, leído en el momento oportuno, no solo puede llegar a transformarnos, como pedía Borges, sino que puede cambiar una vida, humana o no, incluso salvarla. La lectura de Comer animales cambió la mía».

Tal vez sea por esa razón que el autor vehicula su ensayo animalista sin soltar nunca de la mano lo literario, circunstancia que redunda en su amena y ágil lectura.

Morales, con una voz sincera, opta por el relato autobiográfico para, a través de la narración de sus experiencias, no solo descorrer las cortinas que ocultan el padecimiento de muchos animales y lo que su consumo conlleva (tema principal del libro), también para poner de manifiesto la importancia de leer. Ambas cosas caminan juntas. Es por ello que, en su ensayo, encontraremos múltiples citas de autores, incluso un poema completo de Antonio Gamoneda. También nos dará cuenta de sus jóvenes pesquisas literarias y de algunas anécdotas relacionadas con ellas, por ejemplo la de sus primeros encuentros con el escritor extremeño Gonzalo Hidalgo Bayal —cuya obra aprovecho para recomendar, como hizo él conmigo—, quien, según nos cuenta, le mostró el libro de Sartre, Las palabras, compuesto por dos únicos capítulos, “Leer” y “Escribir”, de los que, me atrevo a pensar, toma el nombre su blog.

De esta forma el autor vincula su formación lectora con la apertura de una conciencia observadora y crítica, y con ella su elección de optar por una dieta vegetariana. Sin dogmas, intenta ponernos frente a un espejo en el que poder reflejarnos para que, solo si lo consideramos conveniente, nos planteemos ciertas cuestiones.

Pero no solo nos muestra su mirada. A través de sus investigaciones y de las múltiples entrevistas que realizó, entre otros, a los filósofos Jorge Riechmann y Óscar Horta o a los activistas Javier Moreno y Ruth Toledado —fundadora de El Caballo de Nietzsche—, Javier Morales comparte con nosotros la de otras personas comprometidas activamente con la defensa de los animales. Así, saca al escenario una verdad para muchos desconocida. Unas veces porque se nos oculta y otras porque optamos por cerrar los ojos. Y no lo hace para que nos convirtamos en vegetarianos, sino para ayudarnos a tomar conciencia tanto del maltrato al que son sometidos los animales que inertes llegan a nuestras mesas como del impacto (daños colaterales) que la ganadería industrial produce en el medio ambiente y, obviamente, en nuestra salud.

Sobre dichos daños, en gran medida, se profundizó el pasado viernes durante la amena e interesante charla que el autor mantuvo con el activista Leonardo Anselmi y con el periodista ambiental Antonio Cerrillo en la librería La Caníbal, con motivo de la presentación de su libro en Barcelona.

Tal vez el objetivo de Javier Morales al decidir escribir este libro no fuera tan ambicioso como se señala en la cita de Emerson, pero lo cierto es que su lectura no va a dejar a nadie indiferente. Como él mismo apunta, será cada lector quien elija qué quiere mirar, qué quiere ver.


4 de marzo de 2018

La edad de la ignorancia


El otorgamiento de un premio literario, a menudo, no nos garantiza que al leer la obra en cuestión nos resulte singular, al menos, en alguno de los aspectos que toda creación artística alberga. Sin embargo, “La edad de la ignorancia” de María Alcantarilla (Sevilla, 1983), galardonada con el Premio de Poesía Hermanos Argensola 2017 y publicada por la editorial Visor Libros, merece toda mi admiración. Podría aseverar que se trata de uno de los poemarios que he leído recientemente que más me han cautivado.





El libro se divide en cuatro partes: “Por descuido”, “El visitante”, “Las duraciones” y, por último, de la que toma el título, “La edad de la ignorancia”. Estructura mediante la cual la autora nos conduce desde lo personal, en sus tres primeras partes, a lo universal en las composiciones del último apartado, que dan unidad y sentido al conjunto. Así, desde lo particular se asciende a lo común y con ello a un todo.

Los temas que se abordan, como se puede intuir, son de tono existencial, casi metafísico. Los tres primeros apartados, bajo mi criterio un único bloque conceptual, giran en torno a los poemas pilares La hija que no tuve que aparecen, en sus distintas variantes (1), (2) y (3), en cada uno de ellos y mediante los cuales la autora pone de manifiesto la importancia de prestarle atención al niño/a interior que habita dentro de nosotros, a lo que el psicoanálisis denomina el “pequeño yo”. Estos preciosos poemas son una oda a la inocencia, a la necesidad de de-construirnos para volver a nuestra esencia, una invitación a mirar hacia atrás, a desposeernos de nuestra supuesta madurez, cuya impuesta “razón” nos mantiene prisioneros en un estado de invidencia que nos impide vislumbrar más allá de lo que nuestra recta mente dicta y que nos aleja de lo esencial, de aquello que no se puede “nombrar” porque carecemos de la sabiduría necesaria para hacerlo o simplemente porque no hace falta.

Desde distintas percepciones personales se nos conduce al epicentro temático del libro: el lugar (o edad) que ostenta actualmente la humanidad, bajo el criterio de la autora “la de la ignorancia”. Así parece observarse en algunos versos de la última parte del libro: “que soy yo quien elude la opción de no ser nada / semejante a las edades del mundo en el que dudo.” o en “como la antigua raza de los hombres / hemos olvidado cuánto vale la luz / filtrándose en la angosta galería..." Esta clasificación por edades por supuesto no es nueva, viene desde antiguo. Hesíodo, en su intento de concebir la historia de la humanidad en su largo poema El trabajo y los días (año 700 a.c.), ya lo hizo. Le siguen muchos otros filósofos, para no alejarme demasiado en el tiempo pienso en Eugenio Trías, en su fascinante libro La edad del espíritu, donde, a través del concepto del símbolo, también nos muestra las distintas edades del mundo. Otras corrientes, no filosóficas, de igual forma a través de sus hipótesis ponen de manifiesto la firme creencia en las distintas fases, o edades, de evolución de la humanidad relacionándolas con los diversos centros energéticos. Pero lo genuino, en este poemario, tal vez sea cómo a través de la edad física y de la vuelta a la infancia se remite, como señalaba al principio, a lo universal y con ello al retorno a lo primigenio.

Formalmente es significativa la segunda parte del libro “El visitante” a partir de la cual la voz poética transmuta al género masculino. Bien podría tratarse de un recurso retórico, acudir al género fluido para desposeer a la mano que escribe de identidad y exponer las mismas cuestiones desde otra perspectiva, aceptando así lo femenino y masculino que hay en todo ser. O bien, simple y llanamente, podría tratarse de un acto de humildad (la que tanto se reivindica en el poemario), de sinceridad por parte de la autora, un desnudarse ante el público, como parecería darse a entender en el poema “Dramatis Personae”: Yo mujer, / yo hombre de nadie y a quien nadie puede ver / mientras insisto en darme por vencido, / en vencerme a la mitad, tan solo, / de esta noble imagen / cuyo nombre es María o es Persona / y ocupa hasta la piel fruncida en la que habito […] o en estos otros versos: Reconozco a menudo al hombre que me habita / y le saludo como a un nuevo convidado / a mi presente […]  Sea lo que sea, lo relevante es lo que nos intenta comunicar desde distintas voces.

Atendiendo a más aspectos formales, cabe señalar que María Alcantarrilla escribe desde una dimensión en la que las coordenadas espacio-temporales se difuminan. Escribe en un instante preciso, en un aquí y ahora. De ahí que la gran mayoría de los poemas se rijan por el presente de indicativo, salvo en aquellos que remiten a mundos posibles, a esos lugares que solo están presentes en nuestra memoria o en nuestro ideario, en los que, como no puede ser de otra forma, se recurre al modo subjuntivo, como en ”Je me souviens” o “Los lugares invisibles”. La ausencia de adjetivación también es significativa, la autora intenta mostrarnos los temas que aborda sin recurrir a calificativos sino que lo hace a través de potentísimas imágenes que llegan a conmover al lector. No hay que olvidar que María Alcantarilla, además de escribir, cultiva el arte de la pintura y la fotografía, circunstancia que no pasa desapercibida.

Para concluir, diría que es una alma vieja (evolucionada) quien guía la joven mano que ha escrito estos poemas, que encarecidamente recomiendo leer. No hay ni uno que no merezca la pena.

Pero en el fondo, qué importa ser mayor o ser un niño
si el miedo es casi igual y la alegría
a pesar de la estatura.
[…]


28 de enero de 2018

Ut Pictura Poesis


Este archiconocido tópico cuya máxima difusión se debe a su formulación horaciana, pero cuyo primer testimonio según Plutarco aparece en Simónides de Ceos (556 – 468 a.c.), quien consideraba “la poesía como una pintura que habla y la pintura como una poesía que calla”, fue muy criticado, entre otros, por el ilustre escritor alemán Gotthold Ephraim Lessing (1729 – 1781) en su ensayo “Laocoonte”, basándose en la premisa de que el objeto de la pintura son los cuerpos y el de la literatura (a lo que los clasicistas denominaban, en sentido amplio, poesía) son las acciones.

No pretendo debatir aquí las posiciones que han defendido o denostado los grandes teóricos, pero, desde una visión simplista, me pregunto si realmente merece la pena invertir tanto esfuerzo en establecer límites o señalar divergencias obvias entre las múltiples formas de producir placer estético, cuando lo fascinante, a mi entender, es observar sus relaciones y cómo una manifestación artística, utilice el lenguaje o signo que utilice, nos puede conducir a conocer y disfrutar otras.

Recuerdo que, hace ya más de veinte años, fue la obsesión de Fonchito (uno de los protagonistas de la novela “Los cuadernos de don Rigoberto” de Vargas Llosa) por Egon Schiele quien despertó mi curiosidad por indagar más sobre el pintor vienés, no solo sobre su espectacular e inquietante obra, sobre su poder comunicativo a través de figuras humanas deformadas especialmente sus autorretratos, sobre la profundidad psicológica de las escenas eróticas que reproduce en sus cuadros, sino también sobre la Viena de su tiempo, sobre sus contemporáneos, sobre el expresionismo austriaco, sobre los componentes de la formación que creó, en cuyo manifiesto se defendía la individualidad del artista y que como era de prever el grupo se disolvió al poco tiempo de ser creado—, sobre su gran maestro Gustav Klimt… Qué duda cabe que para poder llegar a entender en profundidad una obra, sea del tipo que sea, es necesario acercarse a todas las particularidades que la envuelven y entre ellas resulta imprescindible conocer las circunstancias que rodean a su autor. 

El caso es que, contagiada por la obsesión de Fonchito, mis pesquisas me llevaron a descubrir todo un cromático abanico de pintores, escritores, músicos…, cuyas bellas manifestaciones no entendía cómo me habían podido pasar desapercibidas y que avivaron el deseo de visitar el país austriaco por primera vez. A él, Fonchito, le debo la aventura.

La anécdota no sirve más que como una mera muestra, muy personal, de que lo verdaderamente fascinante es observar cómo un artista, utilice el lenguaje que utilice, es capaz de conmovernos tan intensamente. Cómo puede despertar en nosotros emociones que nos llevan a recorrer estadios que ni siquiera nos juzgábamos capaces de transitar.









[Pinturas de Egon Schiele]